
La cascada de sentencias de primera y segunda instancia, así como la doctrina del Tribunal Supremo o del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), ha tenido de momento poco impacto en la política de las entidades financieras –y también de otros establecimientos como estaciones de servicio o centros comerciales–, que mantienen las tarjetas revolving en su cartera de servicios. Esta persistencia pone en evidencia una preocupante desconexión entre los pronunciamientos judiciales y la realidad, dejando al consumidor expuesto a prácticas abusivas.
Las tarjetas revolving prometen liquidez inmediata y flexibilidad de pago. Sin embargo, en la práctica, esconden un sistema de crédito que perpetúa la deuda del consumidor, con intereses que, en muchos casos, superan ampliamente el 20 % TAE.
Las sentencias del Tribunal Supremo, especialmente la de marzo de 2020, que calificó como usurario un tipo de interés del 27 %, marcaron un punto de inflexión en la percepción jurídica de estos productos. Se estableció la necesidad de comparar estos intereses con el tipo medio del crédito al consumo, y no con el promedio del propio sector revolving, como pretendían algunas entidades. Sin embargo, a pesar de este avance, la comercialización continúa, y en muchos casos con las mismas condiciones que antes del fallo judicial, se convierten en algo desalentador. Es decir, a pesar de que la jurisprudencia ha comenzado a calificar estos intereses como usurarios -recordando la vigencia de la Ley Azcárate de 1908-, las entidades continúan ofreciéndolas sin demasiados cambios, confiando en que la falta de información y la necesidad de financiación rápida prevalecerán sobre el criterio judicial.
A pesar de que no parece que esté teniendo demasiados efectos por el momento, cabe recordar que la ofensiva contra estos productos no se limita al ámbito judicial. El pasado 31 de diciembre entró en vigor una Guía de Gobernanza y Transparencia de créditos revolving, elaborada por el propio Banco de España, que exige a las entidades una mayor diligencia en la comercialización y gestión de estos créditos. Además, a comienzos de este mes, el Consejo de Ministros aprobó un proyecto de ley sobre administradores y compradores de créditos, que busca mejorar la protección de los deudores frente a prácticas abusivas en la cesión de deuda. Este proyecto de ley, que tiene que pasar por el Congreso de los Diputados, modifica la Ley de Crédito al Consumo, dentro de la cual se limitan los intereses de demora a cobrar en casos de impagos por parte del consumidor a un máximo de la suma del interés de ordinario más tres puntos porcentuales.
A pesar de esto, todavía no se ha logrado reducir el colapso judicial que suponen las demandas de estos productos financieros. Precisamente, este colapso llevó al juzgado de primera instancia 104 bis de Madrid a ofrecer a la Dirección General de Consumo y al Banco de España un listado de entidades financieras con "condenas sistemáticas" en este ámbito.
En este sentido, el hecho de introducir en las últimas reformas normativas la obligatoriedad de los Medios Adecuados de Solución de Controversias (MASC), como la mediación y el arbitraje, se hace más que necesario, pero aún estamos lejos de solucionar este problema estructural y de erradicar el núcleo del problema.
De momento, el alto tribunal sigue considerando que, aunque una cláusula sea abusiva no implica necesariamente falta de transparencia, lo que en la práctica allana la reclamación, pero no elimina la necesidad de acudir a los tribunales.
Existe un problema de fondo que es que, aunque los tribunales y ahora también los reguladores han comenzado a poner límites, las medidas todavía no han transformado radicalmente el modelo de negocio basado en este tipo de productos y no pueden modificar por sí solas este comportamiento estructural. Las sentencias sientan precedentes, las guías técnicas establecen buenas prácticas, y las leyes intentan cerrar vacíos normativos, pero, mientras tanto, la oferta de tarjetas revolving sigue en pie, y con ella, sigue el riesgo de perpetuar situaciones de sobreendeudamiento para miles de personas.
Se necesita quizás más voluntad política para legislar de forma clara y contundente sobre estas prácticas, y también una mayor implicación de los organismos supervisores en el control del crédito al consumo.
Mientras tanto, el consumidor, como siempre, sigue siendo el eslabón más débil. Ya sabemos que los mensajes publicitarios sobre estas tarjetas rara vez explican de forma clara las consecuencias del crédito revolving. No se advierte con suficiente transparencia que el pago mínimo perpetúa la deuda durante años, ni se ofrecen simulaciones claras del coste total. Esta falta de información -o peor aún, la información sesgada- convierte muchas de estas contrataciones en auténticos fraudes de consentimiento, que deberían castigarse con más fuerza.
Es hora de que las entidades financieras asuman su responsabilidad ética más allá del cumplimiento formal. Persistir en la comercialización de tarjetas revolving sin cambios estructurales es una forma de ignorar la realidad que tanto los tribunales como el regulador ya han denunciado: la existencia de una trampa legalizada de deuda infinita.
En definitiva, el verdadero cambio no vendrá solo de los juzgados ni de las guías técnicas. Vendrá cuando la presión legislativa, social y ética obligue a las entidades a reformular de raíz sus productos de crédito. Solo así se podrá garantizar que la financiación al consumo no se convierta en una condena para quienes más la necesitan.